25/04/2016

El terremoto en Ecuador, contado por una periodista de Roca

Todavía sigue la búsqueda de personas desaparecidas, entre ellas varios argentinos. La comunicadora Vanesa Escoda, que vive desde hace varios años en Guayaquil, nos cuenta la tragedia que sacudió al continente.

Así quedó Ecuador tras el feroz terremoto
Foto: La Nación
Foto: La Nación

Por Vanesa Escoda

Lo primero que recuerdo es un ruido. Como un golpe seco o un chasquido, pero muy fuerte. Y mi sobrino que me pregunta: tía, escuchaste eso?. Con la certeza de quien tiene todo bajo control le digo: fue un camión. Y de pronto veo cómo los objetos de la sala y la cocina me desmienten enfáticamente. Todo se mueve, como péndulos. Y algunas cosas caen al piso.

¿Cómo llega un terremoto a la vida de uno? Obviamente, un terremoto es una de esas cosas que no avisan. Y cuando estás en medio, te das cuenta de que no tenés la menor idea de qué hacer. Vivo en un segundo piso. ¿Bajo o me quedo? ¿me meto debajo de la mesa o me tiro al lado del sillón? Lo segundo que recuerdo es que, con mi hija en brazos, empiezo a cantar.

No se me ocurre otra manera de calmarla, calmarme y acelerar el paso del tiempo. Canto con los ojos cerrados con fuerza, como si eso contribuyera a restablecer la quietud.

Luego escucho algunas explosiones, creo, en la calle. Todo queda a oscuras. Los vecinos gritan y entre todos los gritos reconozco los de mi compañero, que vocifera mi nombre y corre hacia nuestro edificio. Así empezó el terremoto para mi. Y digo empezó porque aunque lo peor quedó atrás (ojalá así sea) todavía no termina.

Pero eso lo dejo para más adelante. En la vereda del edificio, lo primero que hago es escribir a mi familia en General Roca. Les digo que hubo un temblor y que no se preocupen si ven algo en los medios digitales, que estamos bien. Y acto seguido empezamos a escuchar una radio. El locutor asegura que en décadas había sentido algo tan fuerte como lo de recién. Entonces empiezo a pensar si habrá sido un simple temblor. De ahí en más hay una marea de noticias. Edificios derrumbados, puentes que colapsan, autos atrapados y, lentamente, el número de víctimas fatales que no deja de crecer.

El terremoto empezó el sábado 16 de abril a las 18:58 hora Ecuador (dos horas más para Argentina) pero todavía no termina. Ya hubo más de 500 réplicas. Y un nuevo sismo, el viernes en la mañana, con epicentro en el Golfo de Guayaquil. Según cuentan los expertos, esto seguirá así por meses. Me cuesta hablar de miedo. No siento miedo. O no ese miedo paralizante que uno cree que debería sentir ante algo así. Pero también me cuesta porque lo que vivimos en Guayaquil no es nada en comparación con lo que viven hoy los ecuatorianos que están en la zona cero y que vieron, literalmente, cómo se desplomaban sus vidas.

Hay localidades como Bahía de Caráquez que están destruidas en un 85%. Lugares que quedaron aislados porque las carreteras se abrieron en canal y no hay cómo acceder. Y a todo eso se suma la desesperación de la falta de alimentos, agua, refugio, y la carrera contrarreloj por remover escombros y ver si todavía hay sobrevivientes entre tanto desastre. Pienso que esos son dolores de los que es imposible hablar con justicia y exactitud si no se han vivido en carne propia. Muchas personas deseosas de ayudar pero sin preparación, regresaron emocionalmente golpeadas de la zona cero. En aquellos sitios donde la ayuda demoró, comenzaron a juntarse en las calles las víctimas fatales y los sobrevivientes. A esto se sumaron problemas persistentes como el zika y el dengue.

Actualmente la asistencia psicológica es casi tan urgente como el agua y la comida. Ahora la vida de todos cambió. Nuestras rutinas no son las mismas que las de hace una semana. Cuando el edificio donde vivimos tiembla ya no pienso que es un camión, y mentalmente miro el lugar seguro que preparamos para cualquier nuevo evento. Junto a la puerta reposan dos bolsos con lo indispensable. Más de una noche nos dormimos vestidos. Ante cada despedida familiar repasamos el lugar de encuentro seguro más cercano.

Camino por la calle vigilando los edificios que puedan tener fisuras amenazantes. Y si las descubro, cambio de vereda. Muchos amigos, conocidos y voluntarios relatan a través de las redes cómo es la vida en el lugar más afectado. Desde acá parece un mal sueño o un recuerdo extraño. Pero así como una parte nuestra está alerta, la otra quiere que la vida siga. Lo primero que vi al salir a la calle luego de la noche del terremoto fue una chica en rollers. Y me pareció extraño. ¿Quién quiere andar en rollers después de un terremoto? Pero es lo que en el fondo todos necesitamos, retomar el día a día.

 

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